Un día de verano de hace 15 años

Buenaventura miraba a la sierra y la sierra miraba a Buenaventura. Entre las estribaciones de Gredos y el pueblo se extendían siete kilómetros de llanura fértil y más o menos a mitad de camino, cruzaba de este a oeste el río Tiétar que hacía de frontera natural entre Toledo y Ávila y que hasta abril, gracias al deshielo, había corrido veloz como un ciervo que escapa del cañón del cazador y brillante como lo hacen las lágrimas que se acumulan en los ojos antes de resbalar por las mejillas. El 20 de junio me dieron las vacaciones en el cole y ese mismo viernes por la noche mi padre me llevó al pueblo para pasar el verano junto a mis abuelos. Debía tener 11 ó 12 años.

Los fundadores del pueblo habían sido las personas más listas de los alrededores. Por el sur, pegadito a las últimas casas, se encontraba el comienzo de la Sierra de San Vicente por lo que los recursos naturales que ofrecía el bosque mediterráneo estaban al alcance de la mano. Después venían las casas y cuando éstas se acababan, al norte, aparecía la llanura, donde se practicaba la agricultura. Lo tenían todo, monte, bosque, llanura y un río, y aquel verano todo seguía en su sitio para que nosotros nos lo pasáramos en grande. Muchas calles del pueblo estaban pavimentadas con tierra al igual que la plaza pero según crecíamos, año a año, aparecían más calles convertidas en cemento lo que le daba al pueblo otro aspecto diferente. En verano había abiertos más de 10 lugares de ocio entre bares, pubs y la discoteca, cosa que no estaba nada mal para un pueblo que en invierno rondaría los 500 habitantes pero que tanto en verano como los fines de semana bullía de vida de los hijos emigrados a las grandes ciudades en los años 70 y en los 80, donde habíamos nacido la mayoría de mis amigos. Madrid, Barcelona, pero también Francia o Venezuela habían recibido a nuestros abuelos y a nuestros padres y tíos.

Las calles de Buenaventura se disponían en torno a la gigantesca plaza del pueblo. Como sobraba el espacio decidieron tomar la implacable decisión de hacer una plaza muy grande y rectangular. Las calles estaban salpicadas de corrales, de casas antiguas hechas de piedra y tejados bajos que convivían con las casas que se iban haciendo nuevas, de ladrillo visto o revestidas de cemento y pintura. Mientras que las casas antiguas eran bajas las nuevas eran altas, mientras que las de antaño tenían las ventanas enanas y medio redondeadas las casas de nueva planta tenían ventanas grandes y cuadradas con bonitas rejas pintadas de blanco, negro, rojo o azul y con largos y plácidos balcones. En aquellos años la arquitectura del pueblo cambiaba pero eso siempre sucede pues las ciudades y los pueblos son entes vivos que nunca permanecen inalterados. Todavía hoy, tantos años después, el encanto de los rincones sin construir, de los caminos de tierra y de las casas de piedra se conserva en muchos lugares del pueblo que, de una manera natural y liviana, se fusiona en una metamorfosis perfecta con la naturaleza de bosques y arroyos que lo rodea.

La vida en el pueblo era cíclica, siempre hacíamos lo mismo pero siempre había algo nuevo que hacer. Aquel verano fue uno de los más felices de mi vida. Por las mañanas dormíamos porque por la noche nos habíamos acostado tarde. Si nos levantábamos a media mañana el primo Pedro y yo cogíamos nuestra legión de muñecos de guerra y nos íbamos a batallar a la Sierra de San Vicente sin camiseta y como unos salvajes. Corríamos y no parábamos de sudar tirando piedras, saltando como locos, metiéndonos en el arrollo a cazar cualquier criatura viviente o construyendo casas para nuestros muñecos. Nunca se nos acababan las fuerzas. Subíamos hasta lo alto de aquel cerro donde el viento y el sol nos golpeaban la cara por partes iguales y desde donde divisábamos como reyezuelos los tejados para luego bajar y seguir guerreando con los muñecos.

Dejábamos las bicis tiradas de cualquier manera al lado del camino, siempre cerca de aquel tenebroso árbol donde cayó el rayo. En el pueblo podías dejar la bicicleta tirada en cualquier parte con la certeza de que cuando llegases ibas a encontrarla en el mismo exacto lugar. Allí nos reuníamos los amigos y paseábamos y jugábamos cada mañana y cada tarde sin preocuparnos por nada más que nuestra propia diversión.



Otras mañanas íbamos al polideportivo donde jugábamos al fútbol, nos raspábamos las rodillas o nos colgábamos de la canasta. Si había algo que no se podía hacer nosotros lo hacíamos. Nos metíamos en las pozas del arroyo Pedro García para cazar tortugas hasta que la bañera donde las guardamos se quedó pequeña. Nuestra técnica era infalible ya que había tantas que solo con andar por las pozas enfangadas podías pisarlas y luego bucear para cogerlas. Mi padre, supongo que para que no me pasase nada, me prohibió meterme en las pozas pero nosotros cada tarde íbamos en nuestras bicis, al menos hasta que se acabaron las tortugas. Éramos unos trastos; me acuerdo cuando el buen Kata se quedó con el puro de una boda y se lo fumó al día siguiente en una de nuestras escapadas al monte para reunirnos en nuestra cabaña. Era la primera vez que fumaba y mientras el pobre de él se quejaba mareado de su dolor de tripa y vomitaba los demás llorábamos de la risa, éramos unos niños un poco cabroncetes.

De izquierda a derecha: mi primo Pedro, Ángel y Adri.

El tío Mauri pasaba a veces montado en su burra y si teníamos ganas nos dejaba montar. A la hora de comer me juntaba con mis primos en casa. Mi abuela era la mejor cocinera del pueblo y del mundo entero, sus platos siempre eran los que mejor me sabían y mi auténtica devoción por ella, por su amabilidad y por ese aura de amor y de bondad que manaba de ella, es decir, su ejemplo, fue lo que me enseñó a ser bueno. Mi primo Alberto llegaba a casa y me contaba sus aventuras. Se había pasado la mañana con Iván o con Diego al cual, cuando creció, le empezamos a llamar Dieguiche. Mi prima Sara era una niñita preciosa que se había pasado la mañana jugando con las niñas de nuestra calle y que nunca soltaba sus play-mobil del oeste.

El tío Mauri en nuestra casa de la calle Peral.
De izquierda a derecha Iván y mi primo Alberto.

A las cuatro de la tarde se acababa el toque de queda y podíamos ir a la piscina. No nos dejaban salir antes porque hacía mucho sol y calor y porque teníamos que hacer la digestión. Una tarde mi primo Nando y yo tuvimos una conversación que se me quedó grabada en la memoria para siempre. El reloj de la plaza sonó cuatro veces ¡TONG, TONG, TONG, TONG! 
-¿Crees que le habrán matado? -Le pregunté intentando responderme a mí mismo a la pregunta.
-Yo creo que sí. Son unos hijos de puta. -Me contestó seguro de sí mismo.
-Pues yo creo que no, no creo que sean tan cabrones. -Hoy día sé que mi respuesta fue un intento de autoconvencimiento para negar el mal que acechaba desde los telediarios y que empezábamos a comprender en aquellos años de infancia.
Por desgracia mi primo Nando tuvo razón. Era 13 de julio de 1997 y Miguel Ángel Blanco era asesinado por ETA tal y como habían amenazado: a las 4 de la tarde y tras 48 horas de espera. Mi primo Nando tenía 9 años y yo 11.

Mi primo Nando y yo, una tarde que mis padres nos invitaron a merendar en el bar de la piscina.
En la piscina nos bañábamos, matábamos los tamagochis de nuestras amigas metiéndoles un palillo en el botón de atrás, jugábamos con la pelota a darnos pelotazos diciendo ¡A, E, I, O, U!, tirábamos el salvavidas naranja al agua, sacábamos la manguera que llenaba la piscina para mojarnos y jugábamos a sacar mucha agua de la piscina hasta que un año vino un helicóptero de bomberos que nos ganó a todos: la vació para apagar un incendio. Jugábamos a las cartas, merendábamos (siempre recordaré los deliciosos panes de leche que mi abuela me llenaba de embutidos de todo tipo) y cuando estábamos cansados de estar allí metidos cogíamos las bicis a eso de las siete de la tarde y volvíamos al arroyo, bajábamos al río o volvíamos al polideportivo a echar el partido de por la tarde.

Siempre había algo nuevo que hacer. Construíamos cabañas, subíamos al Canto de la Cueva, aquellas gigantescas rocas que escalábamos hasta llegar a la cruz que las encumbraba y que algún desalmado rompió muchos años después. Sin lugar a dudas aquellas rocas inmensas que formaban una bóveda en su interior eran el símbolo del pueblo, ese lugar al que todos van en pareja, con los amigos o a solas, ya fuese de noche o de día. Si no había nada que hacer alguien siempre decía:
-!Vamos al Canto de la Cueva! -Y todos íbamos porque era una excursión corta y divertida. Además cuando subías arriba se veía todo el valle del Tiétar y la sierra al fondo, un regalo para la vista. A unos metros del Canto de la Cueva, que presidía aquel pequeño monte a las afueras del pueblo, estaba el depósito de agua en cuyo techo nos subíamos también por las noches, nos tumbábamos mirando hacia arriba para ver el cielo estrellado. Nunca he vuelto a ver un cielo con tantas estrellas como el que se ve desde lo alto del depósito de Buenaventura.


Siempre íbamos a los bares y echábamos las monedas de cinco duros con agujero en medio para jugar. Mi primo Fuche era el único que se había pasado el Street Fighter con todos los personajes, aunque si me preguntáis mi opinión yo creo que con Dhalsim nunca llegó a conseguirlo. Siempre había una máquina que hacía que nos gastásemos nuestro dinero, ya fuese en el bar La Perla, en el Granados, en el bar de la piscina o en el de Perico, cuyo hijo fue Periquín por parte de padre.

Los días se hacían largos como las colas de las estrellas fugaces que se veían por la ventana de mi habitación. Alfonsito y Dani, los dos hermanos vecinos míos, siempre me venían a buscar o yo iba a sus casas para jugar al fútbol. Éramos los ojitos derechos de toda la calle. Cuando el sol se iba para dejar paso a la luna y las estrellas cenábamos y si era fiesta o sábado nos poníamos guapos. Una camisa, un baquero, unos zapatos náuticos, todo ello lejos del bañador que en realidad echábamos de menos. Pero la mayor parte de los días seguíamos con el bañador que era como un elemento más de nuestro cuerpo y como de verdad nos sentíamos nosotros mismos.

El día ya no daba para más pero todavía quedaba la noche. La plaza se llenaba del griterío de los niños y las terrazas rebosaban de alegría, de camisas medio desabrochadas y de las faldas de nuestras jóvenes madres. Para mí, un niño de Madrid que se iba a casa todos los días a las ocho de la tarde porque se hacía de noche, salir después de cenar era un lujo al alcance de muy pocos y lo pasábamos en grande. Nosotros éramos muchos. Los hermanos Fran y Miguel, mis primos Pedro, Nando, Alberto y Carlitos, Carol, Vir, Dani y Josito, Nacho, Ana, Toñín, Marta, Kata, Patri, Diana y Diego, Sory, Angelillo, Iván, Gonzalo, Paula, Lidia, Laura, Lucía, Aida, Isa, Pedro Jaras, Ruth, Irene, Eli y quien sabe cuántos más que se iban uniendo; amigos que llevábamos de Madrid, primos de primos de primos de primos y gente de otros pueblos o de las fincas de los alrededores que venían a pasar las noches al pueblo. Pero esa era sólo nuestra pequeña pandilla.


En la plaza nos reuníamos alrededor de la trilobulada farola todas las pandillas que se formaban en el pueblo. Jugábamos a correr cruzando la plaza gritando ¡FRONTERA! o alrededor de una manzana de casas que daba a la plaza para jugar a "retroceso", un juego en el que no podías dar un paso atrás, visto así una bonita metáfora de la valentía que se debe mostrar ante la vida. Había juegos que se extendían por todo el pueblo y en los que participábamos todos los niños del pueblo. Hacíamos dos equipos y jugábamos a "rescate", donde unos cogían y otros se escondían. La única regla era no salirse de los límites del pueblo.

Cuando no había nada que hacer nos íbamos al polideportivo, nos tumbábamos, mirábamos al cielo, levantábamos faldas, reíamos, hacíamos nuestros primeros botellones y fumábamos nuestros primeros cigarros. Nos dábamos nuestros primeros besos, llorábamos por nuestros primeros amores y compartíamos cada minuto como si fuera el último. A veces nos escapábamos del pueblo y subíamos al Canto de la Cueva a pasar un rato.


Mientras tanto nuestros abuelos se sentaban "a la fresca", que era sentarse en la calle a compartir unas horas con los vecinos. Cada uno sacaba su hamaca, que competía en comodidad y elegancia con la del vecino de al lado. En la calle peral, donde se sentaban mis abuelos y mis vecinos, se respiraba un ambiente de familiaridad, amistad y hermandad que recuerdo con cariño. Allí estaban Pía y su marido, Alfonso, padre y abuelo de Alfonsos y su mujer, Amancio, Fermín, Eliseo y Dolores y todas las familias al completo que pasaban allí el verano. Todos nos querían como a hijos y la verdad que nosotros a ellos les queríamos como parte de nuestra familia.

Un fin de semana mis padres vinieron a buscarme porque empezaba el colegio y de repente me vi metido en aquel Renault 5 rojo volviendo a Madrid después de pasado el que siempre recordé como el mejor verano de mi vida, cuando por primera vez hicimos pandilla en el pueblo y experimentamos la amistad, la aventura de sentirnos libres y el intenso amor con el que ama alguien a quien nunca le han roto el corazón. Ya no me acuerdo si aquel fue el verano del 97, del 98 o del 99, ya no me acuerdo si es sólo un verano o es la mezcla de todos ellos lo que hoy recuerdo con cariño. Lo que sí sé es que aquellos veranos crearon un vínculo irrompible entre el pueblo y los que crecimos jugando en sus calles. Y fueron aquellos veranos, y no otros, los que nos gustaría volver a vivir si viviésemos dos veces.

En primer plano el Renault 5 de mi padre aparcado en la plaza del publo.
La farola en el centro, el ayuntamiento al fondo con el reloj y la campana y en el horizonte la sierra de Gredos.

Comentarios

Entradas populares