Cuento de amor y recuerdos inventados

NOTA DEL AUTOR: Para los avispados que sepan que un servidor vivió en Roma un año esto es sólo un cuento que nada tiene que ver con la realidad. Un cuento es una historia de la cual se puede sacar una moraleja, así que ahora lean con atención...

Ella estaba allí de pie, delante del Coliseo, esperando a que yo llegara porque habíamos quedado para despedirnos... Era el último día... El último. Mi vuelo salía para Madrid la mañana siguiente.
Una amiga nos había presentado en la cafetería. Habían coincidido en una clase de arte antigua y, ya sabéis, cuando un español oye hablar castellano fuera de su país es como si hubiese escuchado a su mejor amigo. Ese fue el primer día que la vi; nos conocimos allí, en la cafetería de la universidad.
Los meses pasaban volando y a la par parecían años porque exprimíamos cada día al máximo. Cada segundo contaba en la Ciudad Eterna porque sabíamos que no volverían aquellos días, que lo que estábamos viviendo era algo que no se repetiría jamás. Ella siempre estuvo cuando yo necesité un empujón y yo no sé si estuve pero lo intenté porque era lo que más me importaba de aquella ciudad. La quise cuidar como lo sentía, como una especie de alma gemela que había encontrado, como Agripa para Augusto o Marco Antonio para Julio César.
Todo se complicó el día de cuartos de final del mundial de Sudáfrica. Los españoles nos comportábamos como locos; parecía que teníamos que llevar la fiesta allá donde pisábamos como si lo llevásemos tatuado en el A.D.N., como una especie de obligación patriota. Españoles era igual a fiesta, así que había que dejar el pabellón bien alto. El día que España pasó de cuartos todos se bañaron en la famosa fuente de los cuatro ríos en Piazza Navona, epicentro turístico romano. Hasta los argentinos se apuntaron a nuestra fiesta particular. Se bañaron todos menos nosotros dos. Yo me aparté del grupo porque tenía la cabeza en otro sitio. Las cosas en España no iban bien así que no estaba de humor para celebraciones. Me senté a contemplar como mis amigos celebraban la histórica victoria y no la vi venir. Sentado en el bordillo de la plaza ella se acercó por mi espalda y simplemente me susurró al oído "te quiero", después desapareció por la calle que lleva hacia el monumento a Víctor Manuel y la via dei Fori.
El día anterior al último día nos habíamos ido a casa muy tarde. Era la fiesta oficial de despedida aunque ella y yo habíamos quedado en vernos la mañana siguiente a los pies del Coliseo. Un último día juntos, ¿para qué? Nada de aquello tenía sentido... La fiesta de despedida acabó a las seis de la mañana y no tenía sueño así que me fui a pasear por la ciudad y despedirme a solas de su arquitectura y de sus calles. Al amanecer, en Roma, todo está vacío. A las siete de la mañana la urbe es un desierto de piedra tallada para disfrutar sin estar rodeado de turistas. Fui a la Fontana di Trevi que estaba cerca de la Cuccagna, el bar donde habíamos celebrado el fin de nuestra estancia en la ciudad. Me senté allí y pensé en todo lo que había vivido. Llevaba un mes desconcertado por las dos palabras que ella había susurrado en mi oído y pensé que yo también la quería pero de otro modo. Había sido la persona más importante de mi vida durante el último año pero yo estaba prometido y mi novia me esperaba en Madrid. Estaba tan confundido que no me decidí a ir al Coliseo hasta pasadas unas horas. Miré el reloj y eran las nueve de la mañana. Llevaba dos horas en aquella fuente sentado y el tiempo había volado como hacía siempre. Había pensado en todo y no había sacado nada en claro; arranqué la vespa, me puse el casco y los guantes y me dirigí hacia mi casa en via Tiburtina, al lado de la famosa estación de tren y del cimitero del Verano, el cementerio más grande de toda Roma cuyo nombre en castellano me resultó siempre curioso. Llegué a casa a las nueve y media de la mañana y me metí en la ducha. Después, mientras me arreglaba, puse la cafetera y el amargor del café me despertó bastante. Estaba como nuevo y me disponía a despedirme de la que quizá, sin yo saberlo, podía se la mujer de mi vida.
Estaba decidido, iría y me despediría de ella como un caballero. Arranqué la moto y sorteé coches hasta llegar al Coliseo. Hice un recorrido más largo de lo normal, atravesando via Tiburtina hasta llegar a la stazione di Termini. En vez de bajar por via Cavour dejé atrás el Museo Nazionale Romano y me dirigí hacia piazza Reppubblica. Bajé via Nazionale hasta llegar a piazza Venezia y allí atravesé la via dei Fori Imperiali dejando a la derecha el Foro republicano y el palatino y atravesando los foros de César, Augusto, Nerva y Trajano hasta llegar al Coliseo. Fue la última vez que vi aquella hermosa ciudad.
Aparqué la vespa roja y aquello parecía una postal. El sol del medio día pegando sobre el Coliseo, arrebatador, perpetuo, viejo pero fuerte, arrugado por los años como el rostro de un marinero; lleno de cicatrices pero erguido, milenario como un dios. Ella y sus converse rojas destacaban entre la multitud de turistas. Siempre bromeábamos porque hacían juego con el color de la moto que yo alquilaba cada fin de semana. Paré a unos treinta y cinco metros de ella. La quería y me di cuenta en aquel preciso momento, cuando la vi allí confundida entre tanta gente. La quería y no podía hacer nada por evitarlo, no quería sentir lo que sentía porque lo complicaba todo y en ese preciso instante me daba cuenta de que había estado negándome a mí mismo ese sentimiento durante meses; ese sentimiento complicaba nuestra fabulosa amistad, complicaba mi vida y complicaba la suya y lo que era peor, me sentía estúpido por encontrarme ante tal verdad el último día de estancia en Roma, después de todo un año juntos. Pero allí estaba ella esperándome, con sus gafas de sol marrones y clásicas, su mochila de cuero, su pelo rizado, negro y con reflejos azules, esos ojos tan oscuros que se confundían con el negro de las pupilas, esa nariz diminuta y esa sonrisa colocada diente a diente como si fuese arquitectura.
Ella no me vio y entonces, sentado en la moto y sin quitarme el casco para que no me conociera, sopesé mis alternativas. Podía acercarme a ella y no decirle la verdad. No decirle ¿te acuerdas aquella noche de cuartos de final, cuando me dijiste que me querías? Pues me acabo de dar cuenta de que yo también te quiero a ti. La segunda opción era decirle la verdad. Decirle "yo también te quiero y he sido tan estúpido de darme cuenta ahora". Y la tercera opción era marcharme, irme de allí como si nada hubiera pasado. Dejar correr un sentimiento tan perfecto y tan atropellado y complicado a la vez que era una quimera enfrentarse a él. Ella vivía en una punta de España y yo en otra. Yo tenía novia y aquello no tenía sentido. Arranqué la vespa y conduje hasta la casa de alquiler, la dejé y me metí en el metro hasta casa. No me pregunten porqué pero fue lo que hice, apagué el móvil y me quedé metido en mi cuarto. Cerré aquel capítulo de mi vida de golpe y porrazo porque dejarlo abierto hubiese sido un error. Ya sé que pensarán que me equivoqué porque también yo lo pienso cada día, pero en aquel momento sólo pensaba en lo difícil que hubiese sido aquella despedida y en cómo lo hubiese complicado todo.
Al llegar a Madrid quise contactar con ella pero no tenía facebook, se había borrado de la red. Tampoco tenía twitter y parecía como si el destino me estuviese jugando una mala pasada. Yo había cerrado aquel capítulo de golpe pero jamás pensé que la perdería de aquel modo. Nadie supo nada más de ella hasta pasados dos años. Apareció en Barcelona estudiando lo que siempre le había gustado. La razón de su retraimiento supongo que fui yo y mi estúpido comportamiento de negar un sentimiento que siempre estuvo ahí. Ella lo superó así, desapareciendo para olvidarme como hice yo aquella última mañana en Roma. Yo por mi parte perdí a una amiga y seguramente al amor de mi vida.
La moraleja de los cuentos es algo intrínseco a ellos pero yo no quiero dejar lugar a dudas. La moraleja de este cuento es que el amor es tan complicado que puede resultar imposible de entender, es por eso que no debemos juzgar a nadie por sus decisiones. Cuando cerramos un capítulo de nuestras vidas tenemos que respetar al que lo hace porque ¿quién sabe lo que haríamos nosotros en su lugar? Yo desaparecí la última mañana y ella desapareció durante dos años. Ahora, quién sabe... la vida sigue y ella vuelve a tener facebook y mañana volverá a llegar el medio día y el Coliseo seguirá allí, con las mismas cicatrices y la misma iluminación cenital. ¿Quién sabe? Puede que algún día volvamos a encontrarnos en ese mismo lugar y a esa misma hora, enfrente de Coliseo al medio día.

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