Cuento de amor y recuerdos olvidados

Aquel niño estaba sentado en el estrecho alféizar de la ventana de su cuarto; esa ventana daba a una sierra donde la oscuridad se extendía de noche y ese color verde tan oscuro que parecía gris se diferenciaba tan solo en el horizonte con el cielo estrellado. Las frondosas montañas se perdían en el horizonte donde las estrellas eran incontables y la luna lo bañaba todo de una claridad que emanaba paz, impensable en cualquier ciudad digna de llamarse con tan feo nombre: Ciudad. Aquello era el campo; era el verano del 98 y el pueblo bullía vida. El niño estaba enamorado y lloraba porque ese amor no era correspondido, así de simple, ¿quién no ha llorado por amor alguna vez?

Habían pasado varios años, puede que cuatro, y aquel niño estaba besando a aquella niña, sólo que ya no eran tan niños. Aquello no acabó bien pero ¿qué historia de la niñez acaba bien? Todas acaban, bien o mal, pero acaban acabando y nos dejan una huella indeleble.

Y volvió a girar la rueda del tiempo y de nuevo se sucedieron los años, quizás otros cuatro, y ese niño ya casi no iba al pueblo y la fea ciudad le incitaba a vivir más rápido pero nunca con menos amor. Y se enamoró como se enamoran los mortales una sola vez en su vida. Se enamoró para siempre aunque ella nunca le correspondió y cuando pasaron los años él la veía de vez en cuando y se acordaba de lo que sintió (de lo que sintieron aunque a destiempo) y se reía y pensaba que nunca dejaría de amarla, que el niño que llevaba dentro siempre sonreiría si sabía que ella era feliz, aunque no fuese con él. Y así sucedía, que él sonreía porque se alegraba cada vez que, con el paso de los años, la veía guapa y feliz. Ese tipo de amor era verdadero, emanaba de cada rincón de su alma y si bien es cierto que quizás nunca la tuvo más cierto es que siempre la amó.

Y pasaron los años y él se enamoró y se enamoró y se siguió enamorando... como si lo vivido anteriormente no sirviera de nada, como si nada hubiese aprendido de las veces anteriores porque cada vez era como la primera; pero sí había aprendido porque siempre se levantaba, quizás demasiado rápido, tal vez demasiado despacio. Puede que el camino del amor le dejase las rodillas desolladas una y otra vez pero la piel siempre cicatrizaba aunque cada vez tardara más en hacerlo. Tal vez al final y sólo tal vez... en la vejez y sólo tal vez tuvo que andar apoyado en un bastón porque sus rodillas ya estaban viejas y cansadas por el transcurrir de los años. Pero ya era viejo y el dolor de las caídas en los cuentos de amor para entonces se le había olvidado y ya sólo quedaban las cicatrices de un pasado lejano que le hacían pensar y abstraerse cada día durante horas. Aquel pasado, para entonces, ya nada más que le traía recuerdos buenos y los recuerdos malos habían desaparecido, estaban olvidados.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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