Una princesa y yo.

NOTA DEL AUTOR: TODO PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA.

Ella podría ser la protagonista de un cuento de princesas, estaba perfecta con sus vaqueros, sus botines y su camiseta elegante y yo llevaba unas converse all star rojas y pantalones cortos. Me dije que no eran maneras de salir un sábado por la noche pero si no era yo entonces la cosa no funcionaría. Tras unas cuantas cervezas frías decidimos cruzar aquel río de caudal artificial que era la Gran Vía para pasar del barrio de Malasaña al barrio de las Huertas. Me sentía feliz por su sonrisa, que irradiaba brillo, y por recorrer las arterias de esa moza que cada noche me acababa enamorando, Madrid.

En medio de la ciudad cruzaba pija y elegante la calle Preciados y algo me dijo que allí estaría su música. Gracias al efímero relampagueo de las nuevas tecnologías me metí en su face para ver donde se encontraban, era viernes y no podían fallar. Tecleé "grupo ernest grupo ernest" y en el primer comentario suyo anunciaban que estarían en la calle Fuencarral y luego en Preciados así que miré a la princesa y le dije con los ojos que me siguiera.

Al llegar a la calle Preciados fuimos atraídos por una música que se elevaba dando vida a los edificios. Un grupo gigantesco de gente los rodeaba como siempre y sus guitarras acústicas sufrían sus caricias y tenían orgasmos en forma de acordes. Varias cosas habían cambiado desde la última vez y ahora sonaban mejores, como una versión 2.0 de aquellos chicos que había conocido varios años atrás gritando su música y empapando de rock and roll al paseante con o sin prisas que siempre paraba. Ya no tomaban redbull para sus conciertos en la calle sino que bebían mahous bien frías; se les veía relajados y seguros, destilando una humanidad y una chulería madrileña que gustaba al viandante. Parecían cercanos y a la vez eran como estrellas del rock. Sus notas hacían de la calle Preciados el lugar especial que aquella noche era.

El cartel de Schweppes nos guiñó los haces de luz para que nos sentásemos a escucharlos y nos colamos hasta sentarnos en primera fila. Tras tres o cuatro canciones le dije a la princesa que si quería nos podíamos ir ya, pero de nuevo esa sonrisa arquitectónica: No, estoy bien aquí. Así que nos quedamos escuchando a los Ernest. Allí estaban en fila, Seve acariciaba su bajo a la izquierda, David y Alberto arpegiaban, raspaban, cantaban, hacían los coros o la voz principal y sus guitarras hacían de mujeres desnudas. A la derecha el batería que les acompañaba, Nacho, llevaba también una guitarra para hacer percusión, una maraca e instrumentos en pies y manos que maneja a las mil maravillas.

Les pedí que cantasen Hallelujah y lo bordaron. Les pedí El sillón de la verdad escrita por ellos y bromearon conmigo por abusón pero también me concedieron aquella canción. Estos chicos hicieron aquella noche de lo común algo infinito, haciendo de la música la sonrisa del que pasaba por allí, llenando de vida las almas, embelesando corazones bohemios y haciendo bohemios a los corazones que se libraban del yugo de lo diario por una noche. Ellos eran el Grupo Ernest, la diosa Madrid personificada en música que nos animaba a seguir viviendo de noche.

Allí sentados y medio borrachos pareció que el tiempo se paraba. Sonaban los aplausos y la gente bailaba pero yo sólo podía mirarla a ella, a veces de reojo para que no supiera que la miraba. El sol salía en Madrid de noche, por ese fenómeno tan característico suyo de guardar el calor durante el día para desprenderlo horas después desde sus calientes baldosas de piedra colorida. De ese calor manaba la música y de ella cobraba vida todo lo demás. Los edificios de cristal reflejaban las luces de aquellas pantallas publicitarias que querían hacernos creer que estábamos en Tokio, pero no nos engañaban; y a la izquierda los cines de Callao luciendo palmito y a la derecha el reloj de la Puerta del Sol serio como un hombre que va en esmoquin el sábado por la noche a una fiesta de la alta nobleza castellana.

Compré antes de irnos el nuevo CD del Grupo Ernest que habían hecho las delicias de nuestro fin de semana y nos fuimos a emborracharnos más todavía. La princesa y yo, entre el vino, las risas y las palabras. Fue como volver al pasado, a una juventud que parecía que había desaparecido para siempre. Después cenamos pizza en la calle del Príncipe y no sé si fue la música de los Ernest, el alcohol y la poesía de las Cuevas del Sésamo o su sonrisa arquitectónica, pero en un segundo nuestros dedos estaban entrelazados, su mano en mi pecho, mi boca en la suya y la noche joven invitándonos a hacer juramentos vanos, de esos en los que cruzas los dedos por detrás de la espalda y que luego no hay que cumplir.

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